Opinión | A la intemperie

Universidades, entre la tragedia y el esperpento

A los que han venido a salvarnos de los peligros de la libertad y de las universidades privadas…

La ministra Morant junto a universitarios

La ministra Morant junto a universitarios

Ser emprendedor en España es tarea propia de quijotes. Intentarlo también. El Gobierno, con pastosa delectación, se encarga de que no deje de serlo. Y no, no es que España respire gracias al Gobierno, España respira a pesar del Gobierno. Un Gobierno cavernícola. También en cuestión de universidades.

Le he dedicado a la universidad pública cinco años de mi vida. A la privada solo uno. Y medio bien en las dos. Si no aproveché ese tiempo tanto como debiera fue por mi culpa, por mi grandísima culpa. ¿Acerté cuando escogí la pública? Sí, creo que sí. ¿Volvería a escogerla? Sí, creo que sí. ¿Acerté cuando escogí la privada? Sí, creo que sí. ¿Volvería a escogerla? Sí, creo que sí. Tome nota quien haya de juzgarme. En todo caso, para poder escoger hay que tener la libertad de poder hacerlo. El Gobierno debería encargarse de garantizar esa libertad. Lástima que el Gobierno sea una recua de conspicuos liberticidas. Liberticidas todos, empezando por su presidente y terminando con la ministra del ramo, pasando por su vicepresidenta primera, siguiendo por su vicepresidenta segunda y así hasta agotar los sillones que ocupan meninges tan distinguidas.

Cuando lo público falla no es por culpa de lo privado, como parecen pregonar los voceros del gobierno. Las universidades privadas no cuestan dinero a los contribuyentes, al contrario, se lo ahorran

Parafraseando a Valle Inclán, lo nuestro, lo de España, no es tragedia sino esperpento. Aunque este asunto es, a la vez, tragedia y esperpento. De las dos maneras se puede ver y contar. Y de las dos aciertas. Es tragedia porque las decisiones gubernamentales atropellan la razón. Preocúpense de cómo gastar los dineros públicos para que la universidad pública española mejore, que falte le hace. Y déjense de excusas y de tapaderas. Cuando lo público falla no es por culpa de lo privado, como parecen pregonar los voceros del gobierno. Las universidades privadas no cuestan dinero a los contribuyentes, al contrario, se lo ahorran. Bien está que se les exija lo que en razón convenga, pero que esa normativa, por exigente que sea, no esconda requisitos leoninos, ni arbitrariedades tendentes a su asfixia. Que esa normativa no sea el fruto de la demagogia ni del encono político, porque la factura la pagamos todos, pero muy especialmente los universitarios. Utilizar el poder para poner trabas a los emprendedores, para fabular inspecciones o para cortar grifos, más que de fontaneros, es de piratas. El Gobierno, y en general los que viven calmos de la mamandurria pública, quisieran que la educación universitaria, además de un servicio público, fuera un monopolio público para más y mejor mangonear, aunque el precio a pagar sea la libertad de los ciudadanos, la libertad de estudiar en libertad… Esta es la tragedia. Lo otro es el esperpento, que también tiene su comentario.

El esperpento de los chiringuitos. Los de Sánchez. Que hay que tener cuajo. Y bemoles. Y desparpajo. Y hasta echarle al guiso un puntito de cuchufleta. Que sea precisamente un tal Sánchez Pérez Castejón, así, con los apellidos en ristre y la lanza en astillero, quien hable de chiringuitos resulta esperpéntico. Lo triste es que el susodicho no se pasea por el callejón del gato, sino por palacio. Y se le llena la boca. A él y a ellos. A los que estudian en universidades privadas, pero no quieren que los demás puedan hacerlo. A los mismos que en público abominan de la sanidad privada y a escondidas se sirven de ella. A los rojitos de salón, a los de la gauche divine, a los que han venido a salvar a la clase trabajadora de los peligros de la libertad y, de paso, de amenaza de las universidades privadas. ¿Chiringuitos? No les contaré lo que ya saben. ¿Tesis doctorales? Tampoco.

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