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La suerte no tiene dueño

Décimos de la Lotería de Navidad. / EL PERIÓDICO
Si no supiéramos nada sobre los sorteos de lotería, si ni siquiera hubiéramos oído hablar de ellos y alguien nos contara cómo funcionan, pensaríamos que se trata de un cuento chino o de una broma.
¿Cómo creer que unas bolas numeradas introducidas en bombos giratorios podrían cambiar de manera radical la vida de ciertas personas? ¿De veras deberíamos dar por verosímil que alguien se afane en trabajar duro día a día sin conseguir nada relevante y que unos números azarosos pueden hacerle millonario en segundos?
"Una parte de mí es consciente de que no voy a hacerme rico de la noche a la mañana por el capricho de unas bolas
Desde que tengo uso de razón vengo observando el espectáculo que se forma en torno a los sorteos de Navidad, y nunca hasta hoy los había analizado con tanto extrañamiento.
El hecho de que hayamos normalizado que –si nos pone de cara– un sorteo pueda ser mucho más importante, o al menos mucho más resolutivo, que décadas de trabajo muestra el nivel de aceptación de las absurdas reglas que rigen esta vida casquivana.
Una parte de mí es consciente de que no voy a hacerme rico de la noche a la mañana por el capricho de unas bolas. La otra parte es la que todos los años por estas fechas compra varios décimos de lotería. No resulta fácil sortear la esperanza de formar parte de ese grupo de elegidos que se arracima a las puertas de una administración de lotería para saltar de alegría porque les ha tocado el Gordo, o que bien se quedan en casa para preguntarse –esta vez desde el lado bueno de la historia– qué he hecho yo para merecer esto.
Este artículo carece de un mensaje edificante. No serviría de nada apelar a la defensa del duro trabajo o, menos aún, del incomprensible azar. Desde un punto de vista determinista, tal vez venimos al mundo con ciertos números que marcan nuestro destino, y es imposible cambiarlos por otros.
Lo único que sé es que cuando llegue la próxima Navidad ahí estaré, obstinadamente ingenuo, en contradicción conmigo mismo, comprando unos décimos de lotería con los que pagar la ensoñación de que la suerte, al igual que la felicidad, no tiene dueño.
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