Diario de un cacereño en Filipinas
De Cáceres a Manila: Saliendo a tomar un café por el mundo
Allá donde he ido, una de las primeras necesidades a cubrir ha sido la de encontrar mi cafetería de confianza. Estos objetivos que a priori parecen fáciles de conseguir, a menudo se atragantan y producen más frustraciones de las esperadas. Por suerte, he conseguido localizar refugios ‘cafeinados’ en la mayoría de las ciudades en las que he vivido
La cafetería Sperl, en el centro de Viena. / Kotomi
He tomado muchos cafés en mi vida. Desde que empecé a pedir cortados en la cafetería de la facultad de Ciencias de la Información de la Complutense porque alguien me dijo que los periodistas bebían mucho café y yo quería ser el mejor periodista de todos, no he podido parar. Es adictivo y produce dependencia. Por suerte, los efectos secundarios, si no te pasas de la cantidad diaria recomendada, no van más allá del chute de cafeína y el efecto rebote.
Así que allá donde he ido, una de las primeras necesidades a cubrir ha sido la de encontrar mi cafetería de confianza. Como vengo contando cada domingo, estos objetivos que a priori parecen fáciles de conseguir, a menudo se atragantan y producen más frustraciones de las esperadas. Por suerte, he conseguido localizar refugios “cafeinados” en la mayoría de las ciudades en las que he vivido. La única donde no logré dar con la cafetería adecuada fue Berlín, y el recuerdo que me queda en el paladar del café alemán es el de un líquido negruzco servido con una mini tarrina de leche concentrada. No tuve suerte.
Bucarest
Por eso celebré con alegría cuando descubrí que en otras ciudades que a priori no son cafeteras, como Bucarest, era posible encontrar opciones asequibles y de buena calidad. De Rumanía me llevé buenas experiencias gracias a lugares como la cafetería de la librería Carturesti. En Zagreb, mi cafetería elegida quedaba enfrente de la facultad de Filosofía, en donde, para mi sorpresa, conseguí chapurrear algo de croata con el camarero. Me facilitó las cosas el hecho de que cada día me hiciera las mismas preguntas, centradas principalmente en el último partido del Real Madrid y, en ocasiones y para variar, sobre el Barcelona.
En Croacia también me encontré con un tipo de café que ya había descubierto en Rumanía. En cada uno de estos países tenía un nombre diferente, pero representaban el mismo concepto. En Croacia se llama “Bosanska Kava”, café bosnio, y en Rumanía “cafea turceasca”, café turco. Son dos variantes de una misma receta, la de poner un cazo con agua hirviendo y echar el café molido directamente en el agua, removiéndolo y dejándolo cocer unos minutos para luego echar todo el líquido en un pequeño vaso (a menudo de latón). Hay que dejarlo reposar o de lo contrario sucederá lo mismo que me pasó a mí la primera vez que lo tomé: me quemé y me llené la boca de posos de café. Tampoco está entre mis opciones preferidas, aunque sigue superando al café berlinés.
Freud
En Viena, a pesar de la fama de sus cafés, me costó más encontrar el lugar adecuado. El problema no era tanto la cafetería, que realmente son elegantísimas, con sus mesas de mármol y revestimientos de madera. Mantienen el aire que debían de tener cuando Freud las usó para tratar sobre temas psicoanalíticos y traumas infantiles. El problema es que estos lugares se han convertido más en un museo y menos en un lugar de encuentro, y no es viable pagar ocho euros cada día por un café con leche, por mucha nata que le pongan por encima. Al final, como último recurso, durante mi etapa vienesa terminé encontrando refugio en el parque de Beethoven, donde me acercaba para sentarme en un banco y tomarme un café del McDonald’s, mucho más asequible, bajo la magnánima estatua del compositor alemán. Entre Ronald McDonald y Ludwig van Beethoven, quedaba un café moderadamente decente.
En el último salto de vida, en Manila, he descubierto también una receta de café que a priori sonaba familiar: el “Spanish coffee”, el café español. Me llamó mucho la atención cuando lo vi por primera vez en la carta de una cafetería manileña y lo pedí sin pensar. Lo que llegó a mi mesa fue la primera sorpresa de las muchas que me esperaban por estos lares. En Filipinas, el café español se hace con leche condensada, y uno no puede dejar de imaginarse a los españoles del siglo XIX trayendo toneles de leche condensada en los barcos que llegaban desde Europa, con el objetivo de tener algo parecido a lo que bebían en España. Esta historia no está confirmada, pero la necesidad de sentirse cerca de casa a pesar de la distancia es muy comprensible y compartida en la actualidad. Además del café dulce, los españoles también dejaron otras recetas como el adobo, el lechón o el asado, todos ellos reinterpretados de alguna forma con algún que otro ingrediente local.
A pesar de la cercanía del nombre, no me he aficionado al “Spanish coffee”, y me sigo quedando con el café con leche. Ya dejé los cortados, por el bien de mis pulsaciones, y porque ya no quiero ser el mejor periodista del mundo. Me conformo con seguir siendo periodista después de todos estos años, lo cual tampoco es fácil, y poder acercar estas historias cotidianamente extraordinarias hasta estas páginas, dejándome sorprender por el próximo café que se cruce en mi camino.
Ignacio Urquijo Sánchez es periodista
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