Opinión | A la intemperie

En el nombre del padre

Un aleteo de gloria cuando en labios de otros oyes bendito el nombre de tus padres…

Un padre lleva a su hijo a los hombros en el paseo de Cánovas de Cáceres.

Un padre lleva a su hijo a los hombros en el paseo de Cánovas de Cáceres.

Padre. Y madre. Tener o haberlos tenido. Y que te lo recuerden. Lo demás es añadidura. Su recuerdo tiene tendencia a crecerte por dentro, a treparte, como la hiedra los muros. Te baila dentro. Te ilumina en las angosturas. Te zurce los rotos del vivir cansado. En el nombre del padre. Y de la madre. Es más, que alguien te los recuerde, que los recuerde, que alguien, bendito de Dios, cruce la ciénaga del olvido, le da sentido al caos en el que vives.

Volver a la tierra de tus padres, a la tierra donde ellos están sepultados, de donde saliste hace ya más de cuarenta años, la tierra donde de uno mismo no queda memoria, y que alguien te los recuerde es hablar con Dios. Porque Dios, Dios Padre, nos habla a su antojo y sin anuncio previo. De Dios solo sabemos que es padre. Decir Dios es decir padre (y madre). Después de tantos años sin ellos, después de tantos años de su muerte, después de tantos aguaceros sobre la tierra que los cubre, después de tantos escombros sobre el vivir diario, que alguien los nombre y que su sola memoria te abra las puertas y te redoble el crédito, solo eso, te hace callar, mirarte por dentro, medir el tiempo de lo vivido y tratar de oír, de nuevo, su voz. La voz del padre. La voz de la madre. La vida, desnuda de todo artificio, se resume en solo eso, en un leve aleteo tras las lindes de la muerte. Un aleteo, nada más, pero un aleteo de gloria cuando en labios de otros oyes bendito el nombre de tus padres. Poco más que nada y, sin embargo, lo único que te devuelve el tiempo perdido. Un fogonazo, un instante ido apenas venido, y ya. Perplejo. Callado. Absorto. Como cuando la pintura se quiebra y cae, y deja ver, entrever, la madera que asoma. La madera de que estás hecho. La madera con que aquellos dos te hicieron.

Volver a ser un niño, la única verdad que aún reconoces cierta y segura. Volver a las únicas cuatro calles que te cercan el alma. Volver a la fuente de la que bebiste y que ya no está. Esa de la que antes bebió tu padre el día que aquellos aviones bombardearon Baracaldo

Volver con doce claveles blancos en las manos. Seis y seis. Y callar. Y rezar bajo un cielo oscuro que anuncia tormenta. Bajo el sol del verano. Bajo la lluvia fina. Frente al viento sur. Frente a la galerna. A las luces del alba. A las penumbras del atardecer. San Fernando. El Pilar. Todos los Santos. Y vuelta. Vuelta al frío del invierno. Vuelta a la soledad…

Hubo un tiempo en que me creí mejor que ellos. Otro en que quise serlo. Ahora sé que no he sido mejor que mis padres. Pido perdón por aquel desvarío. No haberlo sido ya no me causa angustia. Querer ser mejor esconde, cuando menos, el atisbo de un pecado de soberbia. Honrar su memoria, aunque sea a ratitos, a leves aleteos, me parece ahora -ahora que ya no están, ahora que ya queda menos para que yo no esté- más noble empeño. Por eso, a estas alturas de la mascarada, aunque sea por un solo instante, divino instante enamorado, que no seas tú mismo sino el hijo de otros, que no te conozcan por tus obras sino por las de ellos, te devuelve a ese territorio calmo, infinito de paz y libertad, de la propia niñez. Volver a ser un niño, la única verdad que aún reconoces cierta y segura. Volver a las únicas cuatro calles que te cercan el alma. Volver a la fuente de la que bebiste y que ya no está. Esa de la que antes bebió tu padre el día que aquellos aviones bombardearon Baracaldo. Volver, volver en el nombre del padre (y de la madre).

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