Opinión | Arenas movedizas

Tierras y personas raras y ciencia ficción

El nuevo orden internacional, cada día más distópico, parece una ucronía en la que Rusia y Estados Unidos no solo no acabaron como enemigos en la Guerra Fría, sino que acordaron repartirse el mundo con China como invitado

Trump y Zelenski, durante su reunión en el Despacho Oval.

Trump y Zelenski, durante su reunión en el Despacho Oval. / EFE

Philip K. Dick es un autor norteamericano de ciencia ficción al que cada generación reivindica como referente del género antes y, sobre todo, después de que Ridley Scott adaptase al cine su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968). Con no pocas diferencias respecto a la historia original, llegó a las pantallas transformada en Blade Runner (1982). La popularidad como narración de un título tan singular fue inversamente proporcional al de la película, considerada un hito del género cuatro décadas después de su estreno, sin ningún complejo ante 2001, una odisea del espacio (1968), la incursión de Kubrick en la ciencia ficción basada en una historia tramada por otro escritor, Arthur C. Clarke.

La ciencia ficción toma como base la distopía, la puesta en escena de una sociedad futura ficticia a la que la RAE otorga "características negativas causantes de la alienación humana". Su opuesto es la utopía.

Imaginemos esta historia: un pequeño territorio de un planeta imaginario, en guerra con su vecino, dispone del 5% de las tierras raras de dicho planeta. El subsuelo de esas tierras contiene minerales y elementos químicos como escandio, lantano, cerio, neodimio, erbio, itrio y otros recursos estratégicamente valiosos por su aplicación en la industria aeroespacial, la fabricación de baterías para vehículos eléctricos, vidrios, turbinas eólicas, láseres, radares, equipos de comunicación o luces led. Dos de las potencias de esa constelación son enemigos históricos que acuerdan aliarse para repartirse el pequeño territorio: para uno las tierras raras y para el otro el resto. Mientras, un tercero en liza que explota el 70% de esos recursos extraordinarios del planeta se mantiene expectante, y un cuarto, cuna de la civilización occidental, aunque menor en tamaño y en potencial militar, apuesta por el país invadido para tratar de asegurar su propia supervivencia. No es ciencia ficción, es el nuevo orden mundial anticipado por el cine y la literatura, como hicieran Julio Verne o H.G. Wells con sus viajes a la Luna o su guerra de los mundos.

Tierras raras. El concepto encierra el valor de lo exclusivo, de lo escaso, de la joya carísima que sale a subasta y solo quedan dos o tres coleccionistas en puja. Un disco raro, un libro raro. Raro como objeto de deseo. El lantano es raro. El cerio es raro. The Beatles Story (1964) es un disco raro y cotizado; El manuscrito Voynich, con su lenguaje desconocido escrito hace seis siglos, es un libro raro custodiado en una bóveda de la Universidad de Yale; Venus y Adonis, de William Shakespeare, del que solo se conserva una copia del original de 1593, es un tesoro raro. La Bodleian Library de Oxford tiene el privilegio de su propiedad. El valor de lo raro es incalculable según para qué se utilice. Incluso vale una guerra y la humillación del débil.

No siempre es bello lo raro. Putin es raro. Tan raro como Trump. Tan raro como el periodista norteamericano que empleó su turno de preguntas a Volodímir Zelenski en cuestionar que no vistiera de traje en el Despacho Oval, Brian Glenn su nombre, Real America's Voice su medio. El periodismo estadounidense, antaño ejemplar o ejemplarizante, también se ha vuelto raro y extraño y bizarro.

La ciencia ficción ya no es ciencia ficción, es una distopía que se vive en tiempo presente. Rusia y Estados Unidos han pasado de la Guerra Fría a convertirse en aliados por el control del territorio y de las tierras raras, tan rápido el proceso como en La máquina del tiempo de Wells o como en la más formidable elipsis temporal de la historia del cine, vista en 2001, una odisea del espacio, la del simio que emplea un hueso como arma para imponerse al clan rival y lo lanza al aire fundiendo el plano con la aparición de una nave espacial millones de años después. Mientras suena El Danubio azul, lo que haya ocurrido entre el simio y la astronave, o desde la Guerra Fría hasta hoy, carece de importancia. La Inteligencia Artificial comanda esa nave. Y ya no es tan raro. Los simios como metáfora. En este nuevo orden, hay varios simios con una tibia en la mano dispuestos a triturar cráneos de enemigos antaño aliados.

Distopía y ucronía. Philip K. Dick, El hombre en el castillo (1962). La Alemania nazi y el Japón imperial han ganado la Segunda Guerra Mundial y se dividen el mundo, se dividen Estados Unidos: para unos la costa este, para otros la oeste. En el medio, los territorios centrales de las Rocosas, autónomos pero bajo la influencia de uno u otro vencedor. La comparación con el escenario real posterior a aquella guerra es tentadora, con la Unión Soviética y Estados Unidos repartiéndose las áreas de influencia del planeta y sus países satélites. No hay taxis volando en el cielo de Los Ángeles, pero nunca estuvimos tan cerca de vivir en el presente el futuro aterrador que se presagió en el pasado.

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